En la zona asolada por el terremoto y el tsunami a lo largo de la costa noreste, millones de damnificados forman largas filas y esperan con resignación la nueva distribución de alimentos, algunos agachados, con humilde agradecimiento, en medio de refugios provisionales que se alzan entre los infinitos mares de escombros donde antes se ubicaban sus viviendas y oficinas de trabajo.
Camino unas horas de aquí, en Niigata, costa oeste nipona, la estación del ferrocarril ofrece a los pasajeros aseos equipados con retretes de alta tecnología, con calentador de asientos, y máquinas de café caliente, antes de que suban en el lujoso tren de alta velocidad hacia Tokio.
No puede ser más brusco el contraste entre las costas este y oeste en el Japón de hoy, donde las zonas del siniestro, arrasadas por el reciente terremoto y tsunami son vecinas a las ciudades saturadas de tecnología resplandeciente y avanzada.
En muchos países, y el mundo ya se ha visto como un desastre similar al que azotó a Japón, provocaría merodeo, saqueos y caos masivo, despertando los instintos de supervivencia entre humanos desesperados.
Pero Japón con toda su ultramodernidad conserva los antiguos valores de bondad, perseverancia y solidaridad. Y el mejor lugar para observarlo es la costa noreste con decenas de viviendas arrasadas hacia la época preindustrial y separadas del resto del mundo desarrollado.
El emperador Akihito, el soberano monarca japonés, que hoy en día sigue siendo el directo descendiente de Dios para sus ciudadanos, en sus raras alocuciones televisivas, trató de calmar y tranquilizar a los ciudadanos ante la amenaza de la fuga nuclear.
“Espero con todo mi corazón que las personas tratarán unos a otros con compasión”, dijo en una alocución televisiva hacia el pueblo el emperador, auténtica encarnación de la antigua cultura japonesa.
En el puerto oriental de Sendai, devastado por el tsunami, miles de desamparados caminan arrastrando los pies hacia una tienda de alimentos para formar cola de kilómetros.
Tiritan de frío, están agotados y preocupados por la disminución de productos alimenticios en la ciudad, y permanecen bajo la lluvia que puede contener partículas radiactivas arrojadas a la atmósfera desde los averiados reactores nucleares de la central de Fukushima.
Pese a la adversidad, permanecen sosegados y disciplinados y piden perdón en vez de pelearse en respuesta a un empujón involuntario contra el vecino en la fila.
Mientras tanto, el tren de Niigata a Tokio sigue su itinerario regular y está lleno de pasajeros como siempre.
Uno de los pasajeros mira su película favorita de dibujos animados en una pantalla tamaño un sello postal. Al llegar a Tokio, metrópolis palpitante con 12 millones de habitantes, y antes de entrar en el ascensor que le subirá hacia su oficina en la 34ª planta, el muchacho se compró una camiseta blanca a través de una máquina como la que venden periodicos en las paradas de bus.
Los japoneses tienen miedo, pero el trabajo diario en Tokio y otras partes del país que quedaron relativamente intactos tras la catástrofe, continúa con entusiasmo, porque la autodisciplina prevalece sobre el pánico, pese a los amenzantes reportes sobre la maligna radiación desde los reactores de Fukushima.
La herida es profunda y es grave su efecto en la conciencia nacional del pueblo japonés. Nadie sabe lo fuerte que debe ser la catástrofe antes de requebrajar el respeto, el espíritu de comunidad, la disciplina y la imponente dignidad humana de esos ciudadanos.
Fuente: sp.rian.ru
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